Leo clásicos, luego existo
Agotado de la urgencia en la comanda laboral o de la fugacidad en los vínculos líquidos, el hombre moderno tiene un arma secreta para ganar una batalla decisiva entre la guerra de la calle y la paz del espíritu: leer a Tolstoi. O a Dostoyevski. O a Cervantes. Que el ánimo se disponga a sumergirse en novelones de mil páginas y decenas de personajes: en los clásicos de la literatura está la "invención de lo humano", según la totémica definición del crítico
Harold Bloom. Ahora,
un estudio publicado en la revista Science demuestra que leer los grandes clásicos aumenta la inteligencia emocional y la habilidad social. En épocas de textos a 140 caracteres, un desafío de resistencia para el lector fugaz: si hace unos años un best seller de autoayuda proponía "más Platón y menos Prozac" como la receta filosófica contra el trastorno de ansiedad generalizada, las novelas sagradas aguantan como un bastión de resistencia contra el imperio de lo efímero: un camino para ir en busca del tiempo perdido leyendo tuits o actualizando nuestro "estado" ante el interrogatorio diario del Facebook: "¿Qué estás pensando?".
Las conclusiones del estudio son contundentes: las personas que leen literatura seria tienen mayores niveles de empatía con los demás, percepción sobre los otros e inteligencia emocional.Ahí donde El jugador nos devele el sinsentido de desafiar el destino por medio del azar, o Muerte en Venecia nos advierta de lo inexorable de la decadencia, el lector tendrá una imaginación más fecunda y, sobre todo, una agudeza mayor para el desempeño social:acostumbrado a "tratar" con semejantes personajes, tendrá sus propias interpretaciones sobre la naturaleza humana y será más sensible a los matices de la complejidad de carácter. Lo cual será muy útil en el trabajo o en el amor. Si es cierto que todas las historias posibles ya fueron escritas y que cada nueva aventura es apenas una variación de los clásicos, en una oficina pública el hombre leído podrá reconocer los tormentos burocráticos que someten a un procesado José K. y en cualquier ama de casa insatisfecha, la posibilidad tramposa de una madame Bovary.
Aun en la dispersión que provoca cada "notificación" inútil de las redes sociales, todas con la misma urgencia admonitoria de una citación a la dirección de la escuela (e iguales consecuencias para la vida adulta: nulas), el hombre moderno puede disfrutar a Charles Dickens o Jane Austen con la emoción del reencuentro con un amigo del colegio: que lea de a diez páginas por día. Si quiere, más. Pero nunca menos. En el mismo tiempo que dedica a confirmar si el tema que discutió en el almuerzo es trending topic, podrá obtener los beneficios intangibles de la literatura y conocer a los personajes más fabulosos que hayan pasado por esta Tierra. Recién entonces alumbrará grandes esperanzas de tener, por fin, sensatez y sentimientos.
Harold Bloom: "El valor literario nunca es establecido por un crítico"
A los 82 años continúa siendo una de las figuras más influyentes de la literatura mundial. En esta entrevista reniega de su poder como mandarín cultural, confiesa su predilección por César Vallejo y Gabriela Mistral, afirma que Nicanor Parra merece el Nobel y descalifica el realismo mágico como "un disparate" música clásica se escucha desde afuera. Son las dos de la tarde en New Haven. Cerca de la calle Whitney, en uno de los más bonitos y tradicionales barrios de esta ciudad -sede de la Universidad de Yale-, vive una leyenda de la crítica literaria, Harold Bloom.La belleza de los árboles en el fin del otoño, la rusticidad elegante de su casa, de tres pisos y madera; la puerta sin llave, un auto antiguo en la puerta. La música que lo acompaña siempre. Son presagios de quien está más allá de la puerta, y grita "entre, está abierto", adivinando quién viene, sin miedo a nada.
Se para con su bastón, le cuesta caminar a sus 82 años, y se sienta de nuevo en su lugar favorito, la cabecera de la mesa de comedor, llena de libros, cartas y hojas amarillas de bloc, donde anota sus clases; los poemas que les dará a leer a sus alumnos y su agenda, que maneja con celo. Con un
a mano en el teléfono -no le gusta el mail sino el teléfono- y otra en su lápiz, anota cada compromiso y va revisando sus meses venideros. Aunque ya no tiene la vida vertiginosa de antes, sigue dando clases dos veces por semana. Este semestre brinda un curso sobre Shakespeare, y otro de poesía. Y recibe a sus alumnos durante la semana, en grupos de dos o tres, mientras la energía no se le agota.
Habla lento, pausado, a veces como susurrando, en un inglés perfecto y bien pronunciado, eligiendo cada palabra con precisión. Ofrece té y galletas, lo mismo que les prepara a sus alumnos. Su mujer por más de 50 años, Jeanne, atractiva, elegante, discreta, aparece y saluda. "Voy a dar un paseo", dice y se despide. Bloom se queda mirándola mientras se va.
Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20 libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La angustia de las influencias , Anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de lo humano . No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a Shakespeare, sino también la influencia de éste y otros autores sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental , ha sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y quién no. Ganador de la beca para "genios", MacArthur Fellowship, en 1985, es Sterling Memorial Professor de la Universidad de Yale hace 57 años.
-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos en su canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores latinoamericanos escribiendo en español profundamente influenciados por Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente incluiría a César Vallejo, que pienso que es mejor poeta que Neruda. Neruda, en sus mejores momentos, es destacable. Y Borges es un caso muy especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.
-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco repetitivos. Siguen cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.
-¿Y qué pasa con Neruda?
-En su mejor momento evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Vallejo es más interesante.
-¿Usted conoció a Neruda?
-No, no.
-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?
-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo.
-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es sombría... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana.) Octavio Paz es probablemente mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus grandes momentos, es destacable.
-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Gran poeta, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.
-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.
-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!
-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me ruboriza decir esto, estoy muy viejo . -Sonríe-. Él pensaba que sus ideas sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.
-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza) -Al novelista mexicano Juan Rulfo lo encuentro mucho más interesante que al tardío García Márquez o Cortázar. Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a través de todas las edades y religiones. No fue bueno.
-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva más larga no importa.
-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener un público.
-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado ¿Por qué le gusta?
-Bueno, los suyos no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido muchas experiencias de vida. ¡Quizá unas cuantas mujeres!
-¿Usted ha conocido a Parra?
-No. Hemos hablado por teléfono y cartas.
-¿Usted cree que Parra merece el Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero no se lo darán.
-Tiene una tradición muy distinta de la de Neruda y Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el dadaísmo tienen algo que ver con sus inicios. Tiene mucho humor... Pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo
A través de su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive exhausto. Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.
-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -Se ríe.
-Debe ser una enorme responsabilidad...
(Niega con la cabeza) -¡Es ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes al ser tú? ¡Es sólo tu vida!
-Pero The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?
-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.
-Usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido es que éste es mi 57o año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace cuatro años, ya no doy charlas ni conferencias. Sólo enseño a este grupo de doce jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos. Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es impalpable, no se puede saber realmente.
-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.
Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la antropología o los estudios feministas. "Ver la belleza y el poder del lenguaje y el pensamiento ha sido reemplazado por preguntas relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado en una parte de la ciencia social, así que no estoy seguro de que lo hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizá me habría convertido en un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho. Especialmente cuando queda tan poco tiempo."
Dice que quizá no habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando. "Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán diferentes. La persona hablando y la persona escuchando nunca se encontrarán. Cuarenta mil personas a la vez. Ésa no es mi idea ni lo que yo hago. Es todo distinto de lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!"
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua, rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico, negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a su derecha. Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul con sus libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se levanta con su bastón, camina y vuelve.
Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los nombres de sus alumnos. Los llama " child ", " children ", los trata como hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado. Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo algunas semanas, y Bloom le dio clases vía Skype. Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no merecía calificación.
-¿Cuánto ha cambiado como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, del corazón y otros desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y algunos de mis alumnos se convertirán en nietos. Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es fácil.
-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.
-Pero le pedirán consejos, ¿no?
Yo no tengo sabiduría. Sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.
-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna mujer joven. Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.
-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era ni un buen esposo ni buen padre. Sólo en los últimos años me he convertido en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá.
-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me afecte. Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no era feliz consigo misma.
Se escucha un ruido en la puerta. "¿David? Entra, hijo." David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer vino con sus padres a ver al profesor y tocó el piano para todos. Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se sienta al piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable cerca del piano, cierra los ojos y escucha..
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